domingo, 29 de noviembre de 2009

Desesperación sin testigos..

No entiendo a los políticos, tampoco a los que no lo son; no entiendo a nadie, solo yo me entiendo. Dejadme en mi soledad, solamente quiero el calor de los míos, de mis amigos, y poco más. Deseo vivir tranquilo, en paz, y en la compañía de un libro, con eso tengo bastante y, aunque no me sobra ningún escritor, puede que me sobren los poetas que, como tales, tampoco los entiendo, no me gusta su abarrocado lenguaje lleno de insólitas metáforas y retorcimientos sintácticos, detesto lo ininteligible, aborrezco a los que quieren expresar algo pero por temores ocultos solo dicen medias verdades, no dicen nada; delatan pero no rotulan nombres..

Soy eterno agradecido de los que con su obra me hicieron y me hacen feliz: Cela, Pérez Reverte (Arturo), Umbral; y Caballero Bonald –entre otros muchos- que ojalá se prodigara más en su obra, pero no soy nadie –aunque como lector le requiero- para exigir al eminente literato más dedicación o, tal vez, deseo de hacerlo. Solo él conocerá los motivos por los cuales no lo hace. Personalmente no creo en la inspiración, aunque sí en la disposición.

Me repelen aquellos que por adquirir notoriedad envían tropas a la guerra, y a los que por causa de ellas o cualquier otra desgracia machacan y aplastan con la palabra fácil -aún más, si cabe, que los tanques en cualquier batalla- desde el atril plural de la democracia a los que tienen que tomar decisiones impopulares pero convenientes. Maldigo a los que, por ser injustos y retorcidos, logran arrancar de mis labios blasfemias; los que por su condición de políticos logran para ellos hermosos sueldos; a los tránsfugas; a los que consideran la política una profesión y no dan nunca el paso atrás para dejar un lugar a nuevas generaciones. También a los que consienten esto y admiten el trapicheo desde el corazón de los partidos políticos.

Aborrezco los malos sentimientos, la falta de caridad con el prójimo, a los que consideran el drogadicto como un delincuente y nunca un enfermo. Compadezco al alcohólico; a los que no tienen trabajo y tienen que mendigar; al inmigrante -clandestino o legal, me da igual- nunca debió de tener motivos para abandonar a los suyos y sepultarse, como la gran mayoría, en los mares y océanos. Detesto a los cofrades que presumen de que “su Cristo” es más milagroso que aquellos otros “titulares” de otras Hermandades. Me desesperan los que aman la música pero solo la cofrade. Doblegan mi escasa fe los que incumplen el “no matarás”, aquellos que asesinan a sus mujeres y luego se quitan la vida. Me pregunto por qué los muy asesinos nunca alteran el orden de ejecución.
Es verdad, estoy abatido por estas y muchas otras causas. Creí siempre que llegada cierta edad soportaría los juicios críticos hechos a la ligera, sobre todo en fútbol, y muy especialmente en el mal llamado mundo del corazón, donde los que conceptúan y dictaminan son aún más sinvergüenzas que los propios sujetos motivo del análisis. Quisiera evadirme, quisiera –de verdad os lo digo- que me importara un carajo todo esto- pero no logro el propósito de conseguir una paz estable. Busco manos abiertas y solo encuentre puños. ¿Desesperación o desesperanza? ¡Qué importa! Una cosa es bien cierta, lo dijo Marco Valerio Marcial ”El verdadero dolor es aquel que se sufre sin testigos”.

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