Cuando paseo por esta hermosísima ciudad, como es nuestro Jerez, padece uno ciertas nostalgias de tiempos pasados. Es cierto que Jerez no es ni una sombra de lo que fue, bien entendido que se ha transformado en una ciudad moderna pero, también, justo es reconocerlo aquellos barrios, vestigios de otras civilizaciones, mantienen igualmente su encanto y, sin dudarlo un momento, somos mucho más respetuosos en la conservación del patrimonio arquitectónico, histórico y cultural. Para muestra basta un solo botón; quiero decir que en el transcurso del tiempo hubo sus excepciones. En pleno siglo XX, mediado éste, allá por los años cuarenta, presencié como se derrumbaba un lienzo de muralla –parte de la actual existente en la calle Muro- para la construcción de una Residencia Militar; hoy convertida en hotel castrense
Está claro que la vida evoluciona y lo que antes fue una muralla para defensa de los ataques externos, no hay por qué destruirla, por obsoleta, una vez que estimemos innecesaria al fin que se había propuesto, mucho menos siendo una obra que contemplaba varios siglos de historia, y que incumbe no solo a los jerezanos sino, incluso, a los del mundo; sobre todo ahora que se trata de globalizar y universalizarse todo, y que ciudades enteras son declaradas Patrimonio de la Humanidad.
En el aspecto económico pasa tres cuartos de lo mismo, aunque bien es verdad que con muy honrosas excepciones. Lo que no hace mucho fue un emporio de riqueza y fuente de ingresos; por tanto de prosperidad, hoy se encuentra totalmente abatido y hundido. Me estoy refiriendo a las bodegas, más concretamente al vino de Jerez. Era el buque insignia de nuestra economía pero que llegados los años ochenta pasan de moda y su lugar lo ocupa otras bebidas, de origen extranjero, como el güisqui. Todo, en gran medida, merced a un trabajo excelente de promoción a pie de barra o a la contratación de personajes populares, cual fue el caso de Imanol Arias, para hacernos desplazar la imagen rancia, por un lado, de nuestros abuelos con una copa de balón saboreando brandy y adentrarnos en esa otra perspectiva de beberlo como si fuera whisky
Se conservan, eso sí, los bienes inmuebles, los conocidos cascos de bodega, pero de la gran mayoría de ellos ya no emana el aroma inconfundible del jerez que acumulaba en sus entrañas. Este placer, al pasear por los barrios antiguos, se nos sirve a cuentagotas como si se tratara de una dosis medicinal para sanar a nostálgicos. Recuerdo aquel eslogan publicitario que refiriéndose al fino Tío Pepe lo asimilaba con un “sol de Andalucía embotellado” (Pérez Solero). Sigo pensando que “el sol es la medicina universal de la farmacia celestial” y, también, ahora que tanto se habla de lo que hace y no hace daño y de lo que se debe de comer o beber a fin de evitar problemas con el colesterol o los triglicéridos que nada es “veneno”, todo es veneno: la diferencia está en la dosis que se emplea.
En fin, creo que no nos debemos de apenar ni por el lienzo de muralla destruido, menos aún por aquel hotel derruido en pleno Alcázar, tampoco por algún que otro casco de bodega reconvertido en discoteca o salón de celebraciones. En todos los casos aparecieron tras de sí nuevas concepciones de vida y prosperidad. Esta es la verdad, la única verdad, y como ella no hay nada más bello.
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