martes, 12 de enero de 2010

Incapaces de saber qué somos.

Publ. en "Información Jerez" 20.03.2005

Cuando mis artículos encierran críticas tiendo a ser justo conmigo mismo. Así pues, decir la verdad es una de las premisas elementales que toda persona crítica debe de poseer, No se debe adular a nadie que no sea merecedor de tal honor porque ello representa querer ganarse la voluntad de dicha persona de forma melosa y pelotera. Existen tontos que no les importa ser adulados de esta forma, no saben sus propias limitaciones. Hay por ahí alguien que se dedica al benéfico propósito -no hace daño a nadie- (a lo mejor solo a mí) de ensalzar a personas que no son merecedoras de tal distinción. Es un claro ejemplo de parresia

Hay quien ha vivido de esta manera toda su vida, y lo sigue haciendo. Por esta razón, por favor, no me pidan opinión sobre tal o cual evento porque no lo voy a hacer jamás. Donde se ha dicho gloria bendita yo tendría que decir infierno maldito. Aclaro una cuestión, no me da la gana de ser a mis años -entre otras cosas porque me proporcionan bula para decir lo que siento- opinar de forma contraria a lo que de verdad creo que debo de decir. Si hago crítica tengo que hacerlo con dignidad, convencido y creyendo mis propias conclusiones; con toda libertad. Pero claro, mi crítica no sería asumida, tengo tristes experiencias que lo avala. La evaluación es, o debe ser, una herramienta para dar a conocer a un sector de la sociedad qué es lo que pasa dentro de ella, y a partir de allí, tras un debate lógico y sincero, llegar a la conclusión de qué es necesario para cambiarlo.

Esta forma de pensar, y de concebir una opinión, ha sido siempre una constante en mi vida. Afortunadamente dentro de esta manera de actuar existen bastantes más compañeros que piensan así que aquellos otros que lo hacen de otra manera menos ortodoxa. Ahora bien, no creo en la independencia que presumen tener algunos cuando tienen que afrontar temas delicados, que deben ser tratados con una gran dosis de ecuanimidad y sentido común. Entran en foros, de debate, públicos –cara al público, quise decir- y se enfrentan alineados claramente a cada uno de los dos grupos mayoritarios en el Parlamento. La yugular se les inflama, la sangre se les sube a la cabeza y la tensión arterial queda a prueba de infarto cerebral inmediato. Todo por querer dejar patente su verdad. Que bien no puede ser la verdad válida.

Me pregunto quién dice la verdad de las cosas, la verdad plena abriendo su corazón y soltando todo lo que lleva dentro de él. Creo que nadie, incluido, por supuesto, aquel que firma este artículo de opinión. Hay que decir lo que sabemos que es verdadero, debe de existir siempre una conciencia exacta entre creencia y verdad. No existe la menor duda que aquel que dice la verdad corre un riesgo. En la antigua Grecia aquel que asumía dicho peligro se le denominaba parresiasté que significa, según parece, “decir la verdad”. Decir la verdad a “tumba abierta”, por ejemplo hacer una crítica donde nuestro interlocutor quede advertido que está haciendo mal esto o lo otro, que debería comportarse de este o aquel otro modo, o que está equivocado en lo que piensa, en la forma como actúa, etc. Pero debe hacerse al considerado socialmente superior a uno, nunca al peor. Plutarco, según la concepción de la verdad, hace hincapié en “el hecho de que no sólo somos incapaces de saber que no sabemos nada sino que además somos incapaces de saber, exactamente, qué somos”

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