sábado, 16 de enero de 2010

Silencios.

Publ. en "Información Jerez" en Mayo ded 2005

No creo que cualquier tiempo pasado siempre fuera mejor; frase contundente en su significado por el adverbio de tiempo “siempre”, tan terminante. No por ser época transcurrida debe de ser, necesariamente, mejor. Cualquier etapa de una vida, mirada y examinada desde la lejanía del tiempo transcurrido, puede tener un encanto más por lo nostálgico que por bondad en exquisiteces. Es la añoranza al recordar seres queridos que se perdieron, tristeza al verte ausente de escenarios -que sin ser buenos cuando se produjeron- los añora, entre otras muchas causas, por las enseñanzas que del mismo se extrajeron con posterioridad. Mucho de esto le falta a la juventud de hoy; no tienen el referente práctico adecuado –solo la teoría, recibida de sus mayores- donde poder cimentar en su justa medida el verdadero valor de las cosas.

Llegada cierta edad la vida es un verdadero atolladero, va faltando tiempo para examinarla con pulcritud y buena medida. No sabes si has hecho excesivas cosas –si las ha hecho bien, o no- o si han quedado otras por hacer. Piensas que lo único que hiciste medio bien fue el amor; aunque no nos engañemos, en la juventud ni eso, solamente ciertas complacencias muy personales e íntimas cuyo deleite quedaba abortado por el miedo a morir con el cerebro ablandado. Eso era lo que nos decían y, claro, hacíamos caso (en ocasiones) porque éramos así de chorlitos. Ocurrieron muchas cosas en nuestra niñez: hizo frío sin manta, hizo calor sin agua, hizo el mundo muchos giros que movió el esperanzado porvenir de los siempre pobres. Nunca se movió aquel mundo –que también fue el nuestro- con la rapidez vertiginosa de la impaciencia febril que nos aquejaba. Nos dolía el alma, sin saber entonces que era aquello que punzaba, y que parecía colgar de las entrañas de nuestros padres. Descubrí el alma por primera vez, como consecuencia de tanto dolor silente y tantas lágrimas de alcoba -llantos más que conversaciones- de luna llena en Andalucía, siempre en silencio.

Aquella juventud era de silencios. Uno se levantaba y decía silencio, comía silencio, te comunicabas con silencios. De esta forma se aplacaban las urgencias, en silencio; que era la mejor forma de sobrellevarlas pacientemente. Si rompías este silencio podías morir sin que nadie se enterara, también en silencio. Era una manera de hacer de tripas corazón. Los niños hacían “pucheros” que no les calentaban el estómago. Nos enseñaban a hacer la señal de la Cruz, a hacer patria, a leer “El Guerrero del antifaz” y su lucha contra los sarracenos, aprendíamos los nombres de todos los reyes godos –sin que faltara uno- y la reconquista a partir de Covadonga. Dejábamos, en silencio, la derecha al peatón; a los sacerdotes tanto una como otra mano. En una palabra, nos ofrecían una cultura con muchos silencios. Aunque pueda parecer mentira se llega a sentir nostalgias de todos estos silencios. Recuerdo a mi tío Antonio allá la verde Galicia; ¡jo! Qué tipo más sensacional, no le imponía silencios nadie ¡recoño! Cuánto me hubiera gustado haberlo conocido más y extraer, más que sabias conclusiones, firmes convicciones.
Conocemos muchos valores que se ponen en práctica: el valor de la felicidad, humildad, flaqueza, fortaleza. Sobre todo el valor de la paz, el de la vitalidad. Poder ser pasajeros y paseantes. Hacer de la extranjerización de nuestro país una posibilidad en base al disfrute de la libertad. Muchos tendrán que hacer cuentas, y también los deberes, por tantas matanzas, por tantos inocentes muertos que no quisieron guardar silencio. Es el estruendo producido por las voces de la libertad.

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