Publ. en "Información Jerez" en Diciembre de 2003
Tenía tan solo doce años de edad. Era una niña que aparentaba, por su aspecto, al menos dos años más. Era rubia, los ojos claros, tan claros que parecía no tener ojos, siempre me dio la impresión que su cara era un busto de Trajano o Marco Aurelio, o cualquiera de esos otros que están en los museos arqueológicos, que poseen una mirada perdida; como si no observaran a nadie; de ciego inerte. Era muy bonita, aunque indiferente a las cosas bellas, por tanto a ella misma. Su enfermedad la hacía adoptar posiciones de desencanto a todas las cosas propias de su edad, nunca jugaba, tampoco paseaba, y sus amigas de colegio no comprendían que Anita –que así se llamaba- no podía ser de otra manera aunque ella bien lo quisiera.
En su torrente sanguíneo no circulaban los glóbulos rojos necesarios, mínimos exigibles para poseer una calidad de vida óptima, su rostro palidecía cada vez más, su aspecto demacrado le hacía parecer un ángel despintado. Apenas jugaba, no podía corretear, ni saltar con el cordel. Ella quería ser una niña como todas las de su edad pero su debilidad no le permitía hacer esfuerzo alguno, su sangre no tenía los glóbulos rojos necesarios que transportaran oxigeno suficiente a su maltrecho cuerpo. Los médicos no querían pensar en lo peor, tanto fue así que una vez agotadas todas las pruebas que pudieran justificar unos males benignos, iniciaron otro tipo de exploraciones que desembocaron en una enfermedad hematológica: Leucemia.
A pesar de ser una niña comenzó a sospechar que algo grave volaba sobre su cabeza y en torno a ella. Debido al tratamiento de quimioterapia se le había caído el cabello, poseía muy pocas defensas orgánicas, y aunque no sufría dolor alguno, ni padecía fiebre, tenía su corazón entristecido, llegó el momento en que sustituyó la candidez de la sonrisa por la aflicción de las lágrimas. Empezó a tener conciencia de la gravedad de sus males y por más que lo intentaba no podía relegar la idea que su vida iba a ser muy corta. Se había apercibido que algunos enfermos –como ella- habían desaparecido de la planta hospitalaria para no verlos más.
Pedía a Dios, ella lo hacía al Niño Jesús, ponerse buena, lo requería con inusitada fe. No llegó a comprender nunca por qué su Dios no oía sus súplicas. Llegó a pensar que la tardanza en hacerlo podría ser por la gran demanda de peticiones que debía tener, incluso llegó a pensar si su Dios no sería el verdadero entre tantos otros como había en el mundo. Comenzó a tener sus dudas, en cierta manera bien fundamentadas, y todas las afirmaciones que le hicieron en la catequesis para su Primera Comunión se vinieron abajo. Ella, pensaba, que había sido muy buena y a buen seguro que tenía el alma y su corazón blanco, inmaculado como su semblante, y si había cometido algún pecadillo había sido menos que venial –ligero, intranscendente-, a lo sumo alguna que otra mentirijilla sin importancia; cosas de niños.
Quiero pensar que Anita está en el Cielo, aunque tengo mis dudas al respecto, no porque ella no lo mereciera, sino porque me asalta la incertidumbre que de verdad exista ese Paraíso Celestial. También dudo que pueda existir un Juez Supremo que siendo, como dicen, bueno, y generoso, y poderoso, pueda interpones un muro entre dos jardines; el corazón y la razón de Anita.
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