Acaba de irse la Semana Santa y ya se piensa en las próximas fiestas; en nuestro caso, la Feria del Caballo; en el de todos, el Rocío. No será, desdeluego, debido al grato recuerdo, en cuanto a diversión se refiere, dejado por los siete días de Pasión transcurridos mirando al cielo (oteando posible amenaza de lluvia) que no implorando perdón por nuestros muchos pecados. Obviamos de continuo que somos perfectos, magistrales en todo, menos en ser buenos, justos, etc. Buscamos de continuo el fácil acomodo a una vida cargada de divertimentos y bienestar corporal. Pero no espiritual.
Las fiestas nos traen recuerdos que son siempre gratos a la par que tristes, entre otras razones porque cotejando la “foto” que uno tiene en mente faltan ya algunos personajes en ella. Lo mismo les ocurrirá a nuestros hijos y nietos el día de mañana. Recuerdo unas Navidades brindando alrededor de la cama de mi madre -a la sazón enferma, aunque convaleciente- con vasos de plástico y una improvisada cena fría. El alma mater de todo fue mi hermano Alfonso –ya desaparecido- genio y figura hasta su muerte. Terminó, como siempre, haciendo payasadas con su gorrito de Papá Noel en la cabeza. Debo de confesar que pasar tan señalados días sin la gente que quieres es bastante jodido. Hoy sirven para preguntarte si hiciste todo lo que debiste de hacer por ella; la mamá. Me imagino que son las dudas habituales de los que, siempre pensamos y creemos, solo le proporcionamos disgustos. Lo cierto es que no transcurre un solo día que no me acuerde de ella.
Por eso las fiestas, sean del tipo y cariz que sean, ya no son las mismas. Llega la Semana Santa y no se concibe sin la religiosidad de la gente de antaño, tan respetuosa y creyente. En feria no avistamos en nuestro interior la alegría de la juventud ya perdida; por Navidad te hunde, aún mas, en los recuerdos, y como dijera Cesar González Ruano “la muerte puede consistir en ir perdiendo la costumbre de vivir”. Nos transformamos en seres humanos encapsulados, con el transcurrir de los tiempos nos convertimos en herederos de culturas, a la par que en creadores de nuevos episodios culturales rígidos que poder, a la vez, transferir a nuestros legatarios. De verdad, creo que la vida misma nos dificulta poder diseñarla de tal forma y estar cuerdo de nuestros deseos, y hacernos garantes de ellos.
No cabe duda que llegado estos momentos la vida no es vida, todo se transforma en puras y duras reflexiones. Es más, todos los eventos que se producen, al menos los más cercanos a nosotros, trata uno de verlos y enjuiciarlos con un rigor desmedido como consecuencia de esa “bula” que te proporcionan los años. Pero con determinados acontecimientos tiene uno que echar el “freno de mano” antes de enjuiciarlos públicamente. No es lógico –me dice mi mujer- que si todos hacen una crítica sublime (pero injusta, digo yo) de tal o cual coyuntura tú la hagas totalmente opuesta. Ella sabe dónde y en qué lugar radica la mentira, pero no quiere verme arrastrado en la vorágine que producen los sempiternos intereses sociales. Por eso todavía no enjuicié ciertos acontecimientos recientes. Ni creo que lo haga nunca. La verdad es hija del tiempo. Solo basta esperar.
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